• Abril 12, 2025
  • por Colección Patricia Phelps de Cisneros

Una mirada al diario de Auguste Morisot

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Louis Appian, Auguste Morisot, tres meses después de su regreso de la exploración (Agosto de 1887). Albúmina sobre papel.
En 1998, la Colección Cisneros logró adquirir el legado de Auguste Morisot (1857–1951), artista francés que en 1886 acompañó la expedición del antropólogo y explorador Jean Chaffanjon, cuyo objetivo era el de alcanzar por primera vez las fuentes del río Orinoco. A pesar de que esta expedición no logró alanzar el punto exacto del nacimiento del gran río, sus logros científicos alcanzaron gran notoriedad en su época, sirviendo de inspiración y fuente documental para Julio Verne y su novela “El soberbio Orinoco”.

A lo largo de este viaje que duró cerca de 8 meses, Morisot escribió un minucioso diario y realizó una importante cantidad de trabajos pictóricos descriptivos de la realidad social y ecológica de aquel territorio. Navegando por Guayana y Amazonas, Morisot captura su diversidad biológica y ecológica, las costumbres y tipos étnicos de sus pobladores, los asentamientos humanos y la actividad económica.

En este diario de viaje, publicado por primera vez por la Fundación Cisneros en 2002 y ahora disponible en PDF en nuestra pagina web, el artista se vale de su extraordinario poder de observación invitandonos a participar de una manera palpable la experiencia a veces opresora del explorador y las precarias condiciones en las que el mismo tuvo que trabajar.
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Mapa de rutas tomadas por Auguste Morisot y su equipo de expedición. Mapa por Rafael Santana.

Diario de Auguste Morisot, 1886-1887 (fragmentos)
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Auguste Morisot, En el “Washington” (15 de febrero de 1886). Sanguina sobre papel.
Cuántos pensamientos despierta en mí esta inmensidad del mar, cuando acodado en la proa del barco, con la mirada perdida en las profundidades que se extienden ante mí y presa de las fiebres devoradoras de lo desconocido, trato de penetrar el velo oscuro de mi destino; pero qué nostalgia se apodera de mi alma cuando aislado en la popa no oigo más que el chapoteo de la hélice cuyos golpes me alejan cada día más de aquellos que amo. Sigo con la mirada la estela, larga cinta sin fin que desaparece tras el horizonte, mi mente franquea el más allá, vuelvo a ver claramente los rostros amados, ­entristecidos, y mi corazón sangra. (Fragmento de página 53, 9 de febrero)

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Auguste Morisot, Salida del sol en El Carito (14 de junio de 1886). Grafito sobre papel.
Nos despertamos a las cinco en el caño Macareo, uno de los pequeños brazos interiores del delta del Orinoco, de unos trescientos metros de ancho. Nos deslizamos­ entre dos riberas abruptas, bordeadas de altos bosques imponentes­, majestuosos. Esta primera visión exterior de la selva virgen es tan inesperada, tan subyugante, que quisiera gritar mi admiración­.

Estamos enteramente rodeados. No se puede ver a más de un kilómetro hacia delante o hacia atrás, tan sinuoso es este caño y en cada uno de sus meandros sucesivos es una nueva sorpresa, una silueta inesperada, una impresión más fuerte­.

En las riberas, más o menos accidentadas, planas, hay masas compactas de vegetación: hojas, plantas, lianas, ramas, todo entrelazado y confundido, conformando una verdadera muralla de verdor donde la vida vegetal parece ahogar toda otra vida; ¡­donde la débil brisa mañanera, que nos roza apenas, parece no tener acceso­!

Este bosque, de apariencia hostil, impenetrable, como cerrado a todo ser humano, es tan bello en su grandeza, tan calmo en su imponente majestad, que me siento inmediatamente conquistado por sus maravillosos atractivos. Sí, me lleno los ojos y el ­corazón de esta naturaleza grandiosa, y a pesar de la necesidad de lanzar exclamaciones a cada vuelta de rueda­ del Bolívar, permanezco mudo. Por lo demás, a mi compañero lo dejan frío tales espectáculos, pues ya los ha visto antes, y, además, no los ve desde el mismo punto de vista. Con ustedes, mis amigos, me hubiese gustado compartir mis impresiones. ¡Qué agradable sería ver estas bellezas juntos!, ¡las emociones se centuplicarían! De cuando en cuando, algunas orillas desnudas, arenosas. Se ven animales apostados en la arena, descansando; unos chigüires sorprendidos en su quietud, desaparecen lentamente bajo los tiros de fusil de algunos pasajeros. Unos jabirus, ­grandes garzas blancas con un collar rojo, que llaman también garzones soldados, yerguen su alta talla al pie de la muralla frondosa como vigilantes centinelas. Son objeto ­también de algunos tiros de fusil, sin efecto­. (Fragmento de página 126, 6 de abril)

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Auguste Morisot, El “Bolívar” en el Puerto de Ciudad Bolívar (9 de abril de 1886). Grafito y gouache sobre papel.
Ciudad Bolívar, antigua Angostura, situada al margen derecho del Orinoco, a 420 kilómetros del mar, es la tercera San Tomé, capital de la Guayana venezolana. Esta capital, fundada primero en la desembocadura del río Caroní, después mudada a Guayana Vieja, fue definitivamente edificada en la segunda mitad del siglo XVIII en el sitio donde el río, atrapado entre colinas rocosas, es más estrecho (ochocientos metros más o menos). Por esta razón, San Tomé recibió el nuevo nombre de Angostura (el estrechamiento) que después de la Independencia tomó el del gran Libertador: Bolívar, o Ciudad Bolívar.

Hoy en día es un centro esencialmente mercantil, de unos doce mil habitantes. No hay industria; no se ocupan sino de minas de oro, comercio, tráfico. Los únicos medios de transporte de las mercancías importadas y los productos de exportación son los barcos de vapor y los navios de vela que suben por el Orinoco hasta Bolívar. Importan todo tipo de comestibles, objetos, productos industriales de todos los países, que las casas comerciales venden a precios fabulosos a los habitantes y a los traficantes del Orinoco y el río Negro. Estos traficantes, mercaderes aventureros, son los intermediarios entre los productores y estas casas de comercio. Suben el río en grandes barcas cargadas de comestibles, objetos de intercambio de todo tipo. Se paran en los pueblos ribereños que alimentan y van incluso al interior, trafican sus mercancías contra los productos del país: cacao, vainilla, habas de Tonka o sarrapia, caña de azúcar, caucho, gomas de muchas clases, que compran o intercambian a los nativos a precios viles. ­Llevan después esos productos a los negociantes de la ciudad, los cuales, sin ningún ­trabajo, los entregan al consumo y a la exportación con gran provecho. En este momento el Orinoco está muy bajo, es el fin del verano o estación seca. Pronto empezará la lluviosa o invierno. Entonces el río se infla prodigiosamente. Su nivel sube de diez a quince metros y sus aguas alcanzan a veces las primeras casas de Bolívar, a unos veinte metros de su nivel actual. ¿Se imaginan la masa de agua que debe caer en los seis meses de lluvia? Más allá de Bolívar las llanuras inundadas forman un verdadero­ mar interior. (Fragmento de página 138, 9 de abril)

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Auguste Morisot, Ceibas (14 de abril de 1886). Grafito sobre papel.
En La Alameda, las enormes ceibas dominan con sus frondosas copas sobre el pa­ seo y la duna de arena. Sus troncos colosales se abren en el suelo en múltiples compar­ timientos que forman verdaderos establos o cajas como para albergar a un caballo. Cada crecida del río desagrega sus bases y descubre sus monstruosas raíces, imitando todas las especies de formas apocalípticas; innumerables reptiles se entrelazan, retor­ ciéndose, reptando en múltiples contorsiones, para hundirse aún a diez o quince me­ tros más abajo en la tierra arenosa. Verdaderas cabelleras de una gorgona gigante. (Fragmento de página, 12 de abril)

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Auguste Morisot, Flor de Acacia, Ciudad Bolívar (1886). Acuarela y grafito sobre papel.
Estudio de flores cogidas de una de las magníficas acacias de la plaza de mercado, situada un poco a contramano de las tiendas y separada del río; agradable paseo sombreado por estos árboles elegantes cuya masa de flores de rojo vivo les ha valido el nombre en francés­ de flamboyant. (Fragmento de página 143, 14 de abril)

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Auguste Morisot, En casa del Padre Clos (15 de abril de 1886). Grafito sobre papel. 
El techo de palmas nos abriga de sol y lluvia, pero no del fresco nocturno; y si durante el día estamos casi desnudos, es prudente abrigarse por la noche. Hay que enrollarse en la franela, endosar la moruna de lana, ponerse calzado y alpargatas contra los mosquitos y echar la manta a través del chinchorro para el momento en que nos despierte el fresco de la noche. Y este verdadero ritual meramente para ir al mundo de los sueños es todo un trabajo­.
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Auguste Morisot, Siesta de Leopoldo Liccioni en la aurora (Mayo de 1886). Grafito sobre papel.
Aunque el sueño tarde siempre en venir, aprecio la hamaca tanto como la mejor de las camas.

La noche del Jueves Santo una verdadera tempestad se abatió sobre nuestro techo. Imposible proteger la lámpara, contaré las ráfagas de viento. Tuvimos que realumbrar varias veces.

Bajo la noche de tinta exterior, su llama vacilante dibujaba en luz movediza, intermitente: hamacas, fusiles, cascos y diferentes objetos colgados de los postes y vigas. De repente, deslumbrantes relámpagos incendian la noche con estrépito y destacan ­vigorosamente esos mismos objetos en siluetas negras sobre un cielo de fuego­.

Toda la noche, nuestra hamaca fue balanceada por un viento furibundo y húmedo de lluvia que pulverizaba sobre nosotros. Completamente envuelto en mi manta, no me incomodó demasiado. (Fragmento de página 155, 19-24 de abril)

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Auguste Morisot, Indio caribeño, Ciudad Bolívar (Mayo de 1886). Grafito sobre papel.
Algunos indios caribes traen del interior productos que cambian o que venden en Bolívar para tener algún dinero; además, la ciudad los emplea en limpiar las calles, plazas. Tienen por todo vestido, pasada por la cintura, una simple banda de algodón azul marino, con una punta elegantemente echada al hombro; el resto del cuerpo, torso y piernas, está desnudo. Estos indios viven y acampan cerca de sus curiaras, en la orilla.
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Auguste Morisot, Indias caribeñas, Ciudad Bolívar (Mayo de 1886). Acuarela y grafito sobre papel.
Las mujeres hacen su limpieza y cocina en las rocas, a la sombra de los depósitos que dominan el río. Pasé todo el trabajo del mundo tomando algunos apuntes a hurtadillas, tan salvajes son. Sin embargo, disimulando, pude capturar unas ­siluetas, entre ellas una india agachada tras una de sus compañeras buscando ­piojos en su espesa cabellera negriazul y comiéndoselos. Algunas están desnudas con su paño azul­.

Para venir a la ciudad, se pertrechan de una gran camisa-falda roja, que sus prominentes vientres levantan por delante. Es una ropa amplia que les cuelga, sin talla, plisada en línea recta con las axilas, mangas cortas, una especie de ancho cuello en pliegues cubre los hombros. La parte baja de la ropa está adornada con volantes de bandas amarillas, azules, verdes. Un pañuelo de varios colores está anudado graciosamente en la cabeza, en parte cae suelto sobre las espaldas. El color es muy apetecido por las ­mujeres. Prefiero el azul marino que llevan los­ hombres.

Algunos indios caribes viven permanentemente aquí. Al restaurante acude uno con su mujer; un día que llevaban carbón, ya que son carboneros, aceptaron posar el tiempo para un apunte. Estos indios son de suave trato, hablan bastante bien el español, son más o menos los únicos que buscan ponerse en contacto con la civilización. Pronto veremos otros, en su ambiente, todavía más típicos, quienes a diferencia de éstos no han sufrido cambios­. (Fragmento de página 186, 24 de mayo)

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Auguste Morisot, Boca del infierno (1 de julio de 1886). Lápiz sobre papel.
La orilla, a todo lo largo, está llena de grietas y quebrada en barrancos. Como la crecida del río mina y socava los bordes, despejando las raíces de los árboles, éstos caen bruscamente en el Orinoco con un ruido inmenso. ¡Ay de la falca que pase en ese momento! De esos árboles sumergidos, medio ahogados, y de sus ramas, se aferran ­los marineros para remontar la corriente cuando falta la brisa. Pero no avanzan así mucho tiempo, parece que nacieron cansados, como Guiñol. A propósito, les pido disculpas por mi letra, escribo bajo la carroza, mientras navegamos. Cuando avanzamos a la vela, no hay demasiadas sacudidas, ¡pero no es igual cuando los hombres hacen avanzar la falca con la palanca! ¡Y pensar que hasta dibujo así! Desde Ciudad Bolívar, no he perdido el tiempo y si sigo así voy a tener un hermoso álbum. Al ir avanzando, le voy tomando más gusto a esto; es mucho más variado y menos monótono que en­ Ciudad Bolívar. (Fragmento de página 209, 17 de junio)

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Auguste Morisot, Guasarapa (18 de junio de 1886). Grafito y gouache sobre papel.
En la tarde (no confundir con después de almuerzo) nos detenemos en Guasarapa, un pequeño caserío anidado a la orilla de un bosque. Un árbol majestuoso domina la ribera. Quizá la próxima crecida socavará sus raíces y el gigante caerá al río. Aquí el Orinoco tiene un promedio de tres kilómetros de ancho. Dos curiaras pequeñas encallan cerca de nosotros. Nos devoran los mosquitos. Velada desagradable. Pasamos la noche sobre las tablas de la embarcación. Mucha humedad y un fuerte chubasco. ­Nuestras mantas quedan empapadas­. (Página 209, 17 de junio)

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Auguste Morisot, Changuango (1886). Grafito sobre papel.
Como saben, mi misión es dibujar la flora y la fauna, así que toda flor curiosa que descubrimos la dibujo de pie, directamente si es posible, o debajo de la carroza antes de que se marchite. Si no tengo tiempo o algún inconveniente me impide dibujar alguna flor, le tomo de inmediato la impronta, así como a las hojas exóticas, con formas originales. Acabamos de encontrar una planta espléndida­, el changuango. Un tubérculo grande, parecido a un nabo aplastado, podría hacer las veces de papa, pero ¡qué diferencia! Del tubérculo se alza un bello y extraño tallo, recto, a rayas, Uso como la piel de una anguila; a la altura de un hombre se abren en forma de sombrilla tres o cuatro grandes hojas, muy decorativas­. (Fragmento de página 230, 01 de julio)

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Auguste Morisot, Inscripciones indias de Cerro Pintado (25 de septiembre de 1886). Grafito sobre papel.
Inmediatamente después de beber nuestra cotidiana calabaza de leche, con caballos alquilados el día anterior y acompañados de un guía­ (zambo), vamos a documentar las inscripciones del cerro Pintado —no pintado como su nombre lo indica, sino grabado, tallado, situado a una docena de kilómetros al sur de Atures­—.

Dos buenas horas a caballo. Deliciosa cabalgata por las mismas llanuras de ayer, las mismas sabanas sembradas de rocas y chaparros. El cerro de los Muertos se perfila a más de un kilómetro a nuestra derecha.

Vamos bordeando cerros de una sola roca redonda; algunos de estos pequeños montes tienen una vertiente completamente desnuda y el otro cubierta de un simulacro de selva­.

Por aquí y allá, rocas más o menos cilindricas; hoyos muy hondos a igual distancia, las marcan, dándoles el aspecto de ruedas de engranaje. Después de atravesar varios morichales de aguas claras, atrayentes, sombreadas por majestuosos grupos de Moriches (palmeras más altas y espigadas que en Santa Rita, pero con las palmas cortas), la masa rocosa del cerro Pintado se erige frente a nosotros. Montaña de un solo bloque de granito que se eleva perpendicularmente a más de cien metros por encima de los árboles circunvecinos­.

Excepto algunas hondonadas donde crecen unos arbustos, este flanco es liso, descubierto, y en este amplio plano vertical están grabadas inscripciones colosales, ­peculiares, bien proporcionadas con el gigantesco afiche que decoran y asombrosas por su audacia y trabajo. Cuando hablan del cerro Pintado, los indios pretenden que sus ancestros llegaron en curiara a la punta de este bloque granítico, cuando las aguas ­cubrían todas las llanuras y aún no se había formado el lecho­ del Orinoco.

Las inscripciones de esta montaña de granito se remontarían, entonces, según sus creencias, a varios miles de años... ¿quizás antes del hundimiento de la legendaria Atlántida?

Mientras Chaffanjon busca un lugar accesible para llegar a la cima del cerro que quiere explorar, dibujo minuciosamente esas inscripciones: una serpiente de al menos unos cien metros de longitud ondea a todo lo largo de la superficie plana, un gran lagarto o caimán corre encima, una escolopendra enorme, un hombrecito, un pájaro­ (gallina), una especie de mesa de múltiples pies en la cual hay unos círculos concéntricos, a modo de platos de comida tal vez, y unos rectángulos y óvalos concéntricos. (Fragmento de página 284, 25 de septiembre)

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Auguste Morisot, Auguste Morisot, Retrato de Popurito, indio Guahibo (10 de octubre de 1886). Grafito sobre papel. 
De mañana, Chaffanjon fotografió al grupo de indios cargadores junto a una familia guahibo que vino a intercambiar. Nuestros cargadores recién pagados, ríen, parecen contentos. Aprovecho su buena disposición para pedirle a uno de ellos, Popurito, muy característico tipo guahibo, posar para un retrato. Le hago un perfil y se lo doy después de haberle hecho el calco, se lo enseña a sus camaradas que le dan vueltas en todos los sentidos, sin que parezcan comprender gran cosa; pero él, satisfecho, de buena gana me concede una sesión para pintarlo de frente­.

Su retrato estaba casi terminado cuando, bruscamente, uno de sus compañeros irrumpe en la rancho; algunas palabras en lengua india lo hacen ponerse en pie y sahr corriendo con él. Quedé con los pinceles en el aire.

Todo el pueblo está revuelto. Nos enteramos de que los compañeros de mi modelo indio quieren matarnos. ¿Por qué? Es un golpe artero de los mercaderes. En la esperanza de no pagar a los cargadores y para desviarlos de sus justos reclamos, Raimundo Mobna y Castel consideraron muy astuto agitarlos contra nosotros, sobre todo contra mí, afirmándoles que les habíamos hecho brujería, que Popurito estaba bajo mi ­dominio y que iba a ocurrirles una desgracia­.

En efecto, la desgracia que les esperaba fue ser maltratados por estos mercachifles a guisa de pago.

Pero los indios no quedan satisfechos con esta moneda, y si un momento antes fue cuestión de matarnos, ahora gracias a la intervención de un capitán indio guahibo civilizado que vive con su familia en la rancho al lado de la nuestra, es el turno de los ­mercaderes de temer su enojo. Este capitán habla muy bien español. Chaffanjon conversó toda la mañana con él, preguntándole sobre las costumbres y vida de los guahibos­.

Ha sido él quien nos sirvió de intérprete para convencer a sus compatriotas de posar delante del aparato fotográfico y delante de mí. Puesto al corriente de los hechos, no le costó mucho poner las cosas en su lugar, y los mercachifles tuvieron que pagar, no sin lluvia de insultos y violencias contra dos de estos desgraciados indios.

Como para cerrar el incidente, el capitán Cordero dio un baile en su casa. Asistimos en lugar de honor, inútil decir que los mercaderes fueron excluidos. Nuestros marineros indios banivas hicieron parte de la fiesta. Aunque el elemento indio sea dominante, el baile es más venezolano que indio. Las pocas mujeres de la aldea están allí en todas sus galas; blusa blanca y falda clara­ de volantes.

Al son del cuatro, de la maraca y del canto, algunas parejas se enlazan; pero como las mujeres están en minoría, parejas de indios bailan juntos. Otros beben guarapo, licor fermentado, comen panes de maíz y fuman tanto que el interior de la rancho es una sola nube. Nos quedamos poco.

El capitán Cordero está completamente adaptado al poco grado de civilización de los habitantes del pueblo; incluso los ha superado, ya que su rancho es la mejor mantenida, la más cómoda, la mejor organizada de todas y además sabe español, mientras que ellos apenas hablan­. (Fragmento de página 291, 10 de octubre)

Imagen de arriba: Auguste Morisot, Mi carpeta (Junio 1886). Lavis de tinta negra con trazos a pluma, gouache blanco en papel, 18.9 x 24 cm.