Este julio, una corte en Alemania decretó que una casa editorial debe pagarle a la familia de Joseph Goebbels, el ministro de propaganda de Hitler, regalías por el uso que hizo de su diario. Durante ese mismo mes, Gerhard Richter y Georg Baselitz amenazaron con pedir de vuelta las obras de arte que habían prestado a diversos museos alemanes como protesta contra una nueva ley que resultaría en una supervisión más estricta de artefactos culturales importados y que reforzaría las restricciones sobre la exportación de bienes culturales con más de cincuenta años de edad o con un valor superior a 162 mil dólares.
Estos dos incidentes revelan cómo la ley puede restringir, limitar o facilitar el acceso a obras de carácter cultural. ¿Qué habría ocurrido si los herederos de Goebbels le hubieran negado el acceso a los diarios tanto al autor como a la casa editorial? ¿Y si los artistas y los coleccionistas privados empezaran a retirar su trabajo, en masa, de los museos alemanes? ¿Qué significa que los artistas y sus herederos tengan derecho a recibir una remuneración por la creatividad del artista? En contraste, ¿qué queremos decir cuando aseguramos que el público tiene derecho a la cultura? ¿Cuál público? ¿Cuál cultura? ¿Acaso este derecho o no derecho debe mediarse solo a través de la ley?
Tomemos como ejemplo las fundaciones de artistas, que crecientemente utilizan los derechos de propiedad para monetizar y –desde la perspectiva de algunos críticos– controlar y regular la diseminación y el acceso a los archivos y la obra de un artista. Algunos críticos dicen que esto es un fenómeno artístico-cultural: “censura de propiedad intelectual”. Quizás. Pero no debemos olvidar que, para algunas fundaciones de estos artistas, dichas valuaciones y explotaciones financieras del arte también son un medio para apoyar económicamente a artistas vivos e instituciones artísticas.
Por lo tanto, ¿hasta qué grado debe un artista vivo, o el albacea de un artista ya fallecido, controlar la circulación y el acceso a su obra? En el caso de un artista muerto, su familia o país de origen, ¿deben tener voz y voto al decidir a quién le permiten comprar, obtener o controlar el acceso a la obra de dicho artista? Dada la fascinación actual con el ahora habitual gesto de apropiación, ¿debe la entidad que apropia requerir “respetar” el contenido (es decir, la cultura) de la obra subyacente?
“La cultura es ordinaria”, escribió el intelectual galés Raymond Williams. Si esto es cierto, entonces debemos examinar qué queremos decir cuando hablamos del derecho público a la cultura, dado que el público ya tiene acceso a lo que Williams denomina “la cultura antropológica”: cultura del día a día, aunque no necesariamente cultura vendida o promovida por instituciones culturales y medios masivos. Por otra parte, el público se enfrenta a ciertos problemas cuando accede a cultura institucional o “elevada”: cuotas de admisión, horarios, acceso limitado a la tecnología y nivel educativo, por nombrar solo algunos obstáculos. ¿O quizás hemos llegado a un momento histórico en el que esta cultura elevada es solo cultura de entretenimiento, y lo que nos queda es solo cultura ordinaria o, en otras palabras, cultura pública?